Imagen de la obra de Arikha Anne en verano, Jerusalén, 21 de julio de 1980
Avigdor Arikha
Anne en verano, Jerusalén, 20 de julio de 1980
Óleo sobre lienzo, 46 x 61 cm
Colección privada
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Avigdor Arikha es un resucitado, alguien que ha muerto y renacido varias veces. Cuando era casi un niño fue arrancado de su casa, deportado con su familia y arrojado a los campos de concentración. En aquel trágico calvario falleció su padre y Arikha sobrevivió, milagrosamente, gracias a unos dibujos. Rescatado de las tinieblas, fue llevado en mayo de 1944 al hogar judío en Palestina, Eretz-Israel, y durante cinco años vivió en el kibbutz Ma’aleh Hahamisha, cerca de Jerusalén, trabajando en la granja, estudiando y recibiendo entrenamiento militar. Su educación artística comenzaría un poco más tarde en la Escuela Bezalel. En su nueva patria, en su nuevo hogar colectivo, uno de sus maestros le dio también un nombre nuevo, sustituyendo el viejo apellido familiar Dlugacz, que significa “largo”, por su traducción al arameo: Arikha. La primera resurrección está simbolizada por este cambio de nombre.
La segunda resurrección tendría lugar algún tiempo después. Arikha se alistó en la fuerza de defensa judía, el Haganah, y combatió en sus filas en los turbulentos días del fin del mandato británico en Palestina. El 18 de enero de 1948, cuando formaba parte de la escolta armada de un convoy, resultó gravemente herido por las terribles balas explosivas dum-dum. En su agonía sufrió una extraña experiencia de desencarnación. Luego le dieron por muerto y su “cadáver” fue llevado al depósito, donde una enfermera leyó su nombre en una etiqueta y avisó a la hermana del pintor, quien logró que un cirujano operase al moribundo. Después de la operación, Arikha permaneció todavía en coma durante seis días más, al cabo de los cuales regresó del país del que nadie regresa.
La tercera resurrección no es física, sino espiritual, y se verifica en el ámbito de la pintura. Según ha explicado Arikha muchas veces, a finales de febrero o comienzos de marzo de 1965 visitó en el Louvre la exposición Le Caravage et la peinture italienne du XVIIème siècle. Un cuadro de Caravaggio, en particular, le impresionó profundamente: La resurrección de Lázaro. Allí descubrió de pronto que el arte moderno se había vuelto manierista, como Roma en la época de Caravaggio. Y sintió que su vocación de pintor abstracto se había agotado.
Días después, un 10 de marzo de 1965, Arikha se levantó por la mañana con un deseo irresistible de dibujar del natural, poseído, como él dice, por una tremenda “hambre en los ojos”. Le pidió a su mujer, Anne, que posara para él e intentó hacer su retrato. Fracasó y se sintió desalentado, pero volvió a empezar una y otra vez, con una pasión sin precedentes. Al terminar aquel día había hecho unos treinta dibujos con pincel y tinta sumi, que más tarde destruiría, insatisfecho. Pero la fiebre no se agotaba. Al día siguiente volvió a dibujar, y al otro día, y al otro, y así durante semanas y meses, sobre todo con el pincel y la tinta. Durante ocho largos años, Arikha se dedicó a dibujar del natural, a hacer grabados y a estudiar historia del arte. Al fin, el 20 de septiembre de 1973, a su regreso de una estancia en Israel, sintió repentinamente, con una fuerza explosiva, la necesidad y la capacidad de pintar del natural.
Desde entonces, Arikha se ha mantenido fiel a este trabajo del natural, que es para él el único medio de preservar las huellas de lo vivido. Para Arikha, la obra de arte se acerca más a la verdad de la vida tanto más cuanto más se aleja de cualquier abstracción genérica para centrarse en la individualidad del modelo. Toda la pintura es para él una suerte de retrato. “Cuando pinto una manzana, tiene que ser esta manzana y cuando pinto una cara tiene que ser esta cara, no una cara genérica, no una manzana genérica, sino ésta en particular.” Y como cada momento de la vida es irrepetible, el artista se prohibe volver sobre sus pasos para revisar o enmendar su trabajo. Como en el Fausto de Goethe, la pintura se aferra al instante, suplicándole: detente, eres tan hermoso…








LUDWIG VAN BEETHOVEN (1771-1827)
Trío para piano, violín y violonchelo en Do menor, op. I No. 3

Concierto homenaje al pintor a cargo del TRÍO ARTARIA (Joan Espina, violín; Beate Altenburg, violonchelo; Jesús Gómez Madrigal, piano)





Museo Thyssen-Bornemisza