El naturalismo constituyó una
corriente artística de límites imprecisos que durante casi tres siglos surco la pintura
occidental, hallando su culminación en el siglo XIX. Frente a la pintura de historia y el
retrato, tradicionalmente considerados como los géneros artísticos principales, el
naturalismo se nutrió de las conquistas plásticas llevadas a cabo en el seno del
paisajismo, de las escenas de vida y costumbres cotidianas -también denominadas
"escenas de género"- y de los bodegones o naturalezas muertas. Precisamente por
considerarse géneros menores, ninguno de ellos estuvo sujeto a la rígida reglamentación
de los cuadros mitológicos, religiosos o alegóricos, obligados estos últimos a
embellecer la realidad concreta en función de "lo ideal". Ello redundó en una
observación directa de la naturaleza y en el progresivo abandono de las fórmulas de
taller.
No obstante, como
contrapartida de la progresiva secularización de la pintura obrada en los siglos XVIII y
XIX, lo que en un comienzo había constituido un afán de plasmar la realidad sin
artificios se tornó en la toma de conciencia de los problemas y límites de la
representación. Así, desde mediados del siglo XIX, será la pintura en sí misma, más
que determinado referente concreto, la que atraerá la atención de los pintores más
adelantados.